Muchas veces me tocó, me toca y me tocará escuchar y compartir en la sala de profesores momentos de desasosiego con otros colegas que, como yo, trabajan en quinto año, ese tramo tan temido del colegio secundario. A los alumnos les reprochamos falta de conocimientos, falta de interés, falta de atención, faltas a las clases, en fin, todas las faltas habidas y por haber y ahí, luego de la catarsis pasajera, nos sentimos más aliviados y, tal vez, menos responsables de lo que sucede, de algo que en definitiva es así, siempre fue así y siempre será así : “Son adolescentes y están en quinto”.
No pretendo estar inmunizado contra tales zozobras. Yo también atravesé en estos años por momentos similares a la hora de devanarme los sesos para pensar actividades que convoquen a mis alumnos de quinto año para seguir avanzando, actividades que tuvieron diferentes grado de éxito, pero que nunca fueron un fracaso. Un ejercicio que me ayuda muchas veces es subirme a la máquina del tiempo, mirar hacia atrás, hacia mis épocas de estudiante y mirarme. Como ya pasaron más de veinte años que dejé el secundario, mis recuerdos son como un viejo álbum al que le faltan algunas hojas, las más débiles, las que estaban mal cosidas, se desprendieron; las fotos que estaban mal pegadas se fueron despegando. A veces encuentro alguna tirada por allí y la vuelvo a poner en el álbum y entonces me miro en acción, me escucho hablar (¡es un álbum multimedia, eh!) y, a partir de lo que veo, trato de entender lo que pasa en mi aula y en mis alumnos hoy.
Recuerdo, por ejemplo, que yo, durante mi secundario, era un alumno bastante aplicado, algo parecido a lo que hoy los chicos llaman nerds, ñoños y que nosotros estigmatizábamos como tragas.
En quinto me llegó la liberación; fue la revancha sobre cuatro años de estudio autodisciplinado, una especie de revolución, de huelga al estudio o por lo menos eso era lo que yo creía. Ya había hecho mucho y ahora sólo quería transitar ese año con tranquilidad y divertirme. No era el único que pensaba así y mis compañeros probablemente se sorprendieron de verme asumir una posición tan contraria a la de años anteriores y tan afin a la suya. Sé que esto parece una excusa pero no lo es.
Sólo los docentes que lograron proponer sus actividades de manera divertida, que lograron repensarlas de dicha manera pudieron contar entre sus filas a muchos de nosotros y, para estos docentes, yo segui siendo el alumno estudioso … claro que ya no era el traga sombrío de la biblioteca sino un traga divertido y que se divertía.
Me parece que el secreto de aquellos docentes estaba en su deseo de compartir y en el hecho de que entendían que la diversión nunca es unidireccional sino multidireccional. Con esto quiero decir que, cuando a uno lo invitan a un cumpleaños, a una fiesta o a una reunión cualquiera, por ejemplo, el anfitrión se divierte con nosotros, si no tuviera la firme convicción de que lo va a pasar bien, probablemente no se tomaría el trabajo de hacer nada. ¿Alguien acaso organizaría una fiesta, reunión o encuentro de cualquier índole en torno a actividades que le son indiferentes pero que propone sólo porque considera que le gustan a los demás? Creo que no o por lo menos si la respuesta es sí, ya podemos saber de antemano que es posible que no estemos muy enganchados y que al cabo de un rato empecemos a mirar con insistencia el reloj para ver cuándo se termina todo.
Pienso que para que una actividad funcione, es capital que tengamos la convicción de que nosotros, los docentes, también formamos parte de ella en su más profundo sentido en cuanto al “hacer”, que nos vamos a divertir llevandola a cabo y descubriendo todo lo que surge de una propuesta que no lleva implícita en la consigna que damos el resultado de cada uno de sus pasos, sino que deja espacios a la sorpresa, al intercambio, al hallazgo. No se puede, creo yo, pensar en una actividad desde una perspectiva tal como “esto los va a divertir”, “esto les va a gustar”, hay que pensarla en términos de “esto nos va a divertir, “esto nos va a gustar” porque para que la cosa funcione, uno tiene que pensar en definitiva en compartir y en implicarse. En este sentido, podríamos decir que, una vez lanzada y puesta a trabajar, la actividad nos convoca en algunos momentos como anfitriones y, en otros, como invitados.
Tal vez este sea un punto de vista muy personal y no compartido por muchos que ven en el sintagma “aprendizaje divertido” una suerte de incompatibilidad de términos. A mí, me ayudó bastante en estos años y es por esto que voy a compartir con ustedes en la próxima entrada de este blog algunas de mis experiencias de clase de quinto, pequeñas "fiestas" a las que, en el futuro, me gustaría volver a ser "invitado”.
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