domingo, 11 de septiembre de 2011

Día del maestro

En el día del maestro quiero dedicarle este fragmento de El viento Paráclito de Michel Tournier a todos aquellos que viven su día a día en las aulas con pasión, con espíritu de equipo, con esa fuerza inagotable para sobreponerse a las dificultades, con una "obstinación" pedagógica buena, con muchos sueños e imaginación a veces un poco locos, con onda y con humor, pero esencialmente con las ganas de acompañar este proceso en el que maestros y alumnos intentamos forjar en algunos meses (con suerte, tal vez un poco más) ese pequeño eslabón que es fundamental para construir la larga cadena de aprendizajes de nuestras vidas; porque todos, ellos y nosotros, salimos transformados con la aleación de cada experiencia. Una aleación que es académica, afectiva, humana, pero por sobre todo nuestra y conjunta: de cada uno de ellos acompañados por cada uno de nosotros.


“De la multitud de maestros de los que no he retenido más que un montón de tics, se desprenden dos excepciones que querría saludar de paso con un afectuoso movimiento de sombrero. René Latréguilly fue mi maestro de sexto grado(…)
René Latréguilly, hombre pequeño, dulce y tímido, sabía establecer con sus alumnos un clima de complicidad maravillosa de la cual se beneficiaba en primer lugar la gramática latina. Nunca conocí a un maestro menos autoritario que él y más obedecido. Pero podía también perderse en sueños un poco locos. Testigo de esto es el Ballet egipcio de Luigini que se le había metido en la cabeza hacernos representar para la fiesta del colegio. Había dibujado en el pizarrón los vestidos y las tiaras que nosotros habíamos copiado y hecho reproducir por nuestras familias. Había incluso inventado un “paso egipcio” de un hieratismo impresionante que nos daba la impresión de estar bajando directamente de un bajorrelieve de Assouan.
Pero, ¡Caramba! Cuando escuchamos y volvimos a escuchar la música del ballet de Luigini, hubo que rendirse ante la evidencia : el famoso “paso” era totalmente incompatible con el ritmo antiguo del ballet “egipcio”. Hubo un período de desconcierto, y yo, incluso cuarenta años después, me siento orgulloso de haber salvado la situación. Una mañana llegué al colegio trayendo en mi bolso el gran éxito del año La Danza de las lámparas japonesas del compositor germano-nipón Yoshimoto. Se hizo sonar el disco en el fonógrafo de la clase y fue religiosamente escuchada.


Luego, bailamos. Y se hizo el milagro: el paso egipcio del bretón Latréguilly se adaptaba maravillosamente en el ritmo japonés del alemán Yoshimoto. Nuestra representación fue un éxito y muy pocos sospecharon que resultaba de una verdadera macedonia musical.
Me volví a encontrar con Latréguilly unos treinta y cinco años más tarde. Me había escrito luego de que recibí un premio literario del cual le había llegado el rumor. Retirado de la enseñanza, administraba junto con su mujer una pequeña librería en Gréoux-les-Bains. Me mostró mi foto a los once años y me habló de “nuestro” sexto grado con tanta precisión y abundancia que me sorprendió. Yo no había sido, según me parecía, un alumno demasiado notable. ¿De dónde le venían esos recuerdos tan precisos? “Pero, me respondió, usted no goza de ningún privilegio en mi memoria. Simplemente guardo una imagen bastante precisa de los mil doscientos alumnos que tuve durante mi carrera.”




Michel Tournier, El viento paráclito, Gallimard, 1977.

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